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Posdata, Intimista

Pensé que era domingo ayer y lleva siendo domingo tres días.

El tiempo detenido para que yo pueda jugar con él. (¿Va bien así?)

Un amigo me pide que escriba un post intimista, que le gustan más que los de política o cualquier otro. Pero no me sale tanto. Ando estos días ocupada en apuntalar esta vida precaria, pero preciosa, que me he construido en el poco tiempo que hace que os conozco. (¿Sí?)

¿Qué quieres saber?

Continúo persiguiendo la cordura, aprendiendo a vivir en la incertidumbre.

Empujada a ser críptica, sueño, de nuevo, con… una vida normal, aunque sospechemos que eso ya no será nunca posible. Cuando quise conocer lugares nadie me habló de las consecuencias, y si yo las intuí nunca les quise prestar atención. Sueño que vivimos cerca, tenemos todos casa y no respiramos con temor al día en que el ambiente se enrarezca y se desbarate todo.

Qué fue de... la niña china adoptada.

Esta historia está basada en hechos reales (y tanto).
El post ¿Anónimas? - 1 , y los acertados comentarios que lo acompañan, me la recordaron. No la conté allí por ser demasiado larga.

En mi vida nunca había tenido cerca un caso de persona adoptada, por lo que no me había llegado a plantear su trascendencia. Hasta que no tuve una novia que era adoptada no me di cuenta de las implicaciones que esta circunstancia podía llegar a tener. Esta ex mía estaba muy afectada por el hecho de que había sido adoptada por padres muy mayores, en la cincuentena, para que ella “los cuidara cuando fueran mayores”. Siempre decía que se debería prohibir que padres tan mayores adoptaran niños, porque luego el abismo generacional era insalvable.
Tiempo después de esta relación, recibí la noticia de que una familiar lejana iba a adoptar una niña china. Yo recordaba a esta familiar como una señora algo mayor, pregunté y, efectivamente, tenía cincuenta y seis años. Tras esta información, y conociendo a la señora en cuestión, y sobre todo a su marido, yo no auguraba nada bueno.

La llamaremos Adela:

Adela, ama de casa, estaba casada con Fermín, cerrajero, autónomo, y algunos años mayor que ella. Ambos disfrutaban de una posición económica desahogada.
Fermín no podía tener hijos, pero Adela tampoco los deseaba, y en el fondo se alegraba de esa esterilidad, ya que le había permitido llevar una existencia mucho más cómoda que la mayoría de sus amigas. Los dos estaban acostumbrados a salidas nocturnas con otros matrimonios de su edad, a cenas y bingo, y a Adela, que tenía un nulo instinto maternal, no le apetecía cambiar ese estilo de vida por nada del mundo. Prueba de ello es que nunca, a lo largo de los treinta años que llevaban casados, se habían planteado seriamente la idea de adoptar un hijo. Sin embargo, Fermín alguna vez había sugerido, aunque sin demasiado ahínco, que no le hubiese importado ser padre.

Entonces, algo ocurrió que hizo que Adela, a su edad, cambiara de idea respecto a la circunstancia de su maternidad. Adela descubrió que Fermín le era infiel. Pero no de una manera esporádica, como había constatado en ocasiones anteriores y sobre las que prudentemente había hecho la vista gorda. Ahora se trataba de una amante estable, y Adela sintió miedo a perder a Fermín, o más bien a que se fuera al garete su matrimonio y, junto al mismo, esa vida que se habían construido. Pero, sobre todo, temía perder su casa, puesto que, como no tenían hijos, era muy posible que si se separaban, el piso, grande y en un barrio bien considerado, se lo quedara él.
Y es que hacía mucho tiempo que la convivencia se basaba en aguantarse el uno al otro, sin pizca ya de la más mínima pasión o deseo.

Una bombillita se encendió en la cabeza de Adela, alentada por la moda de adoptar niñas chinas que había comenzado tras la emisión en televisión de un documental sobre el lamentable estado en que se encontraban los niños en los orfanatos de China.
Adela pensó que Fermín, ilusionado ante la llegada una criatura, se olvidaría de amantes y de buscar distracciones fuera de casa.

Así fue como iniciaron los trámites de adopción establecidos por la Comunidad de Madrid, donde residían. Diversos funcionarios comprobaron sus cuentas bancarias y sus bienes en repetidas ocasiones, y los sometieron a diferentes análisis psicológicos, que milagrosamente pasaron.
Tan sólo hubo una objeción, que era la edad de los futuros padres, por lo que después de casi un año de espera, Adela veía peligrar su plan. La psicóloga encargada de dar el visto bueno se debatía ante la duda. Afirmaba que, si finalmente daba el permiso, sólo podrían adoptar una niña mayor, de unos seis años al menos. Adela se alegró para sus adentros, cuanto mayor fuese la cría menos trabajo les iba a dar. Sin embargo, en el último momento, la psicóloga dijo que no, que eran demasiado mayores. Entonces, la familiar designada como tutora en el supuesto caso de fallecimiento de los padres, se encaró con la psicóloga y le dijo que por muy mal que estuviese la niña en España, mejor estaría que en orfanato chino, que niños tan mayores no los adoptaba nadie y que, si no daba el permiso, sobre su conciencia caería haber privado a una niña de una educación y una vida en condiciones. La psicóloga, reblandecida, accedió.

Y allá que se fueron a China, en un avión fletado especialmente para padres que iban a recoger a sus niñas chinas. Por supuesto, ninguno de los dos disfrutó del viaje, ni de los paisajes rurales, ni de la comida, que les pareció asquerosa, ni de nada. No tenían interés por conocer nada fuera del pequeño mundo al que pertenecían.

En el orfanato se encontraba la que posteriormente sería llamada Almudena.
Almudena, a sus seis años de edad, contaba ya con una historia más que triste. A los tres años fue abandonada por su madre en la estación de autobuses de la capital de la provincia agraria de donde era originaria. La ingresaron en un orfanato, donde, al ser una de las niñas más mayores, pronto se encargaría de cuidar a otros niños. En el orfanato la comida no era el bien más abundante, y Almudena llegó a encontrarse a sí misma bebiendo a escondidas de los biberones de los bebés, a los cuales en más de una ocasión vio morir de hambre en sus brazos.
A su edad, por supuesto hablaba a la perfección su idioma materno, que no era el mandarín, sino un dialecto propio de esa provincia agraria.
Dueña ya de una vida, miserable, pero su vida al fin y al cabo, no quería ser trasladada de ese lugar que se había convertido en su pequeño hogar, ni ser puesta en manos de unos desconocidos con los que le era imposible comunicarse.

El encuentro fue duro, Almudena recurría constantemente a la violencia para hacerse entender, y disponía de tal fuerza física que sus nuevos padres pensaron que, aunque bajita, la niña probablemente contaba con más edad de la que les habían hecho creer.
Además, la niña, casi de inmediato, prefirió al padre antes que a la nueva madre, porque recordaba el momento de ser abandonada por su madre y instintivamente recelaba de las mujeres, según explicaron los psicólogos.

Los primeros meses de Almudena en Madrid fueron muy difíciles, con violencia física por su parte en muchas ocasiones, y Adela, que era quien más se ocupaba de ella, empezaba a desesperar y requería la ayuda de todo el que estuviera cerca. La niña mostraba un odio visceral hacia la madre y ésta, totalmente falta de recursos y de verdadero interés en el que claramente era un caso difícil, se veía desbordada.

A los seis meses de estar en Madrid, Almudena aparentemente se había calmado y comenzaba a integrarse, aunque aún no parecía dominar bien el idioma, según contaban los padres. Todos estaban de acuerdo en que tenía muchísimo genio y un carácter difícil.

Yo la vi por primera vez por aquel entonces. Durante un rato pude estar a solas con ella, mientras la madre recibía en el salón la visita de los que venían a conocer a la niña, una vez que ésta por fin estaba “domada” y podía ser presentada en sociedad.
A solas con ella, en su habitación, pensé en contarle un cuento, con ilustraciones, para que fuera aprendiendo vocabulario. Le empecé a mostrar el cuento, ella asentía y parecía encantada con la actividad. En un momento dado, apareció el dibujo de un erizo, y yo le dije: “Esto es un erizo”, “Eriiizo”, a lo que ella me respondió, en un castellano perfecto: “Yo he visto uno de ésos”. La miré estupefacta. Continuó, de corrido: “Yo sé lo que es, vi uno en China, en el campo, cuando estaba con mi madre, con mi madre verdadera, no con ÉSA”, apuntando con la cabeza hacia el salón donde la madre explicaba cuán fantástica era la maternidad. Tal cual, y el “ÉSA” dicho con un desprecio infinito. Muerta me quedé. Sólo pude decir “Ah, ¿sí?”. “”, me respondió contundente, y continué con el cuento, pero pensando “vaya adolescencia le espera a ésta…”.

Lamentablemente, los padres se negaron a que Almudena mantuviera su idioma, quizá prueba de que no había llegado a España de bebé, sino como una niña ya criada, y porque lo consideraban de clase baja. Aunque, probablemente, si no le permitieron seguir con el chino no fue por que se integrara mejor, sino porque Fermín, facha de los que ya no quedan, quería una niña completamente española y se avergonzaba del chino. Para él, los ojos rasgados no existían, no por igualdad, sino por negación, porque no pudieron conseguir una niña de otra nacionalidad.

(A estas alturas, Almudena ya apenas habla chino, y es una pena, puesto que ese dialecto en concreto hay muy pocas personas en España que lo hablan, y sólo habiendo mantenido el idioma podía haber tenido un futuro casi asegurado, sobre todo pensando en la importancia económica de China, que seguramente se incrementará con los años).

Así las cosas, Almudena, en un claro ejemplo de problema de identidad, de pronto renegó de todo lo que tuviese que ver con China, volvía la cara cuando se cruzaba con chinos por la calle, y en una ocasión, cuando emitían un partido de fútbol por televisión en el que uno de los equipos era Corea, se levantó y apagó el televisor.

Los padres también negaron que tuviera ningún problema psicológico y pronto prescindieron de la psicóloga que tenían asignada.

El tiempo pasó. Ocho años pasaron.
Y como todos podéis imaginar, el hecho de haber adoptado una hija no arregló el matrimonio de Adela y Fermín, tan sólo pospuso el momento de la crisis. No sólo no los unió más, sino que la niña, en principio pretendido punto de unión, se convirtió en motivo de peleas y acusaciones. Almudena no quería a la madre ni en pintura, y a diario terminaban discutiendo por cualquier motivo. Fermín, hastiado por el ambiente familiar, paraba menos por casa, y Almudena acusaba a Adela de ser la causa de la ausencia del padre. Llegó el punto en que era Adela quien ponía todo el interés, del que era capaz, que no era tanto, en el cuidado y educación la niña, mientras que Fermín, desilusionado tras las primeras expectativas, se desentendía totalmente.
La convivencia fue degenerando hasta tal punto que llegaron a utilizar la violencia física, todos contra todos. La pérdida de respeto era total.

Fermín continuó teniendo amantes, y de nuevo una de ellas llegó a ser fija. Fermín le planteó la separación a Adela y a ésta se le vino el mundo encima. Tal como estaba la situación, siendo Almudena una niña lo suficientemente mayor como para poder dar su opinión ante un juez e inexplicablemente prefiriendo al padre, Fermín se quedaría con la custodia, que iría acompañada del hogar familiar, con lo que Adela se encontraba con más de sesenta años, sin trabajo y en la calle. Durante algunos meses intentó desesperadamente dar con una solución, pero fue en balde. La situación era insostenible y el ambiente tan agobiante que Adela, por primera vez, empezó a plantearse la separación como un alivio.
Finalmente, Adela se fue a vivir a la casa del pueblo, la que fue de sus padres y ahora pertenecía a ella y a sus hermanos, y Fermín se quedó el piso. Inmediatamente, tras la salida de Adela, su amante se trasladó a vivir con él.
Sin embargo, Almudena, ahora en plena adolescencia, continuaba siendo una niña difícil que no aceptó de buena gana la presencia de la intrusa.
A la amante, cuando vio el ambiente familiar, le faltó tiempo para salir por patas, y Fermín, que se las había visto muy felices sustituyendo a Adela por otra más joven, se vino abajo, ya que por él mismo era incapaz de llevar un hogar y no sabía ni siquiera cocinar. Además, tenía que trabajar, muchas veces de madrugada, porque era cerrajero de emergencias, por lo que Almudena pasaba mucho tiempo sola.

Ahora Fermín, siempre que puede, cada puente y casi todo el verano, manda a la niña al pueblo con la madre. Ambas siguen sin soportarse y Almudena se ha vuelto intratable.
Por fin se han dado cuenta de que la niña, que padece de obesidad, necesita un psicólogo, pero ahora es la niña la que no quiere ir, y “cualquiera lleva a la niña”.
Adela afirma, sin dudarlo, que se arrepiente de haber adoptado a Almudena.

Se escucha la calle

Se escucha a los borrachos en la plaza, no llega a nivel de bronca, parece discurso, sermón, pero en cualquier momento se desborda. No puedo dormir, no es por eso, pero influye. Mi compañero de piso tampoco puede dormir, tose. Ya lo conozco, a estas horas se le acaban cruzando los cables y le doy diez minutos para que esté llamando a la policía.

No sé si esperar a que ocurra algo más grave o ponerme música con los cascos. Mi ansia de cotilleo, quizá mi instinto de supervivencia, me impiden aislarme.

Hace calor esta noche.

Comentaba la situación de alcoholismo que se presencia en la plaza con una mujer que me presentaron hoy mismo. Ella decía que ya hace veinte años la mitad de la población española era alcohólica, yo que sí. (Inventamos y aceptamos las encuestas como nos da la gana, pero seguimos en nuestro discurso, adhesión al grupo se llama). Que muchos señores mayores desayunan carajillos, que en los pueblos se bebe todavía más.
Pero ¿qué hacer con los borrachos?, que la represión, la “limpieza”, no es la solución, porque si los echan a la plaza de al lado estamos en las mismas, tanto nosotros, bueno, los de la plaza de al lado, como ellos. Que copan la plaza, que debería ser también de los niños, de los ancianos, y de nosotras mismas (aunque muchas veces, pienso, la presencia de los borrachos en la plaza no es óbice para todos acabemos allí, soportándolos, que no tolerándolos, porque eso tolerancia no tiene). Que hay que atajar el problema de raíz, pero sabemos que muchos de ellos no tienen solución. Nos maravillamos de su aguante, que nosotras nos vamos un día de marcha y al siguiente estamos para el arrastre, y ellos ahí siempre, al pie del cañón.

 
Hablando de este tema, caminando por la calle, llegamos a la plaza. A la altura del metro un borracho sostiene con una mano a una mujer por la cara, mientras le grita algo incomprensible, porque está muy borracho.

Hoy, estando en casa, se oyó follón, correr de pasillos y gritos de mujer. Yo siempre optimista y feliz, pensé que era gente que se divertía, mi compañero de piso pensaba que era una a la que estaban “caneando”, yo que no, él que sí. Me negaba a aceptar que pudiese estar pasando, tan cerca, sin saber bien de dónde venía. No.

Parece que ya se han callado.

Pero sigue haciendo calor.

Mondeo (por Noeli -ML-)

Mondeo era un hombre a un apéndice pegado. No era guapo, ni avispado, ni sensual. A pesar de que fue modelo de dudosa reputación, al menos por un día, eso sí, pagando el mismo las fotos. Tenía el mismo erotismo que un plato sopero, sin embargo contaba con el don más preciado y maravilloso que se pudiese imaginar, máxime en estos tiempos que corren.
Pues sí, Mondeo era la candidez personificada, ni Heidi en sus mejores momentos pudo llegar a superar a nuestro Mondeo. Cuántas noches tuvo que batirse el cobre con J.S. (más conocido como Satanás), en sus peculiares tertulias teológicas. Cuántas veces defendió sus peregrinas ideas a diestro y siniestro hasta perder la voz, pero no el entusiasmo; cuántas muestras de inocencia dio cuando una vez tras otra le encerraron en la terraza de nuestros pisos de estudiantes, cuando había fiesta, hasta que algún alma caritativa veía su apéndice y le dejaba entrar.
Cuántas veces nos habló de su casi pérdida de virginidad y de sus amores platónicos con aquella chica que nunca conocimos. Que triste nos contó su beso frustrado cuando un pequeño trozo de chorizo se interpuso entre sus labios y los dientes de la chica, sin que nuestro Quijote pudiese consumar acción alguna.
Cuánto tardará todavía en descubrir su orientación sexual, cualquiera que sea, y asumirla.
En una ocasión nuestro pusilánime Mondeo fue atracado por un “caco” con un alambre, situación que no sólo ocurrió una vez, sino que se repitió tantas veces como el atracador de pacotilla quiso, porque nuestro Mondeo andaba por las calles de aquella ciudad estudiantil con algunas pesetillas en el bolsillo que nunca gastaba porque eran para el bus y para el atracador (el que pasara antes).
Que penita daba cuando se iba de las reuniones detrás de J.S., a solo unos pasos, porque le daba miedo caminar al oscurecer, y J.S. no le dejaba ir a su lado ya que entendía que perjudicaba su imagen.
Que agradable nos hizo aquel examen, cuando rompió el banco al sentarse y tuvimos que salir todos de la risa, antes que pudiéramos responder sobre el derecho foral en las vascongadas.
Y todo esto con su dedo índice largo e inquisitorial, apuntando a todo y a todos, porque eso si, nadie estaba libre de pecado para el dedo de Mondeo.


Personas a las que admiro I

Inicio una serie sobre personas a las que admiro.
Bueno, me he puesto a pensar y puede que la serie no dé para muchos capítulos, pero en fin, ya se me irán ocurriendo. Por lo pronto, aquí va éste:

Hoy me he tropezado en internet con esto:

Sabrás por la presente que empeoré de vida.
                                      Mariano Maresca


Gran tipo, Mariano Maresca , de los pocos que merecieron la pena.

Primer curso, primer día de clase:
“Debéis saber que yo no soy un profesor normal, no, porque yo tengo las tres Emes…
De Maresca, marxista y MARICÓN”.

Rumor, casi escándalo; yo sonreí, aquello prometía.

Y no defraudó.

- debajo hay otro post -

 

Contracapítulo: Personas a las que dejé de admirar I

También fue mi profesor en primero, no diré su nombre no sé por qué, pero algunos sabréis a quién me refiero.
Siendo profesor se caracterizaba por su aparente integridad, por poseer una visión ecuánime de la Historia y por darle siempre, dentro de la misma, un hueco a la mujer (la de cosas que aprendí). Parecía guay.

Unos once años después, coincidió que terminé viviendo en su mismo edificio. Éramos vecinos.
Cuento brevemente la situación que se daba en aquel bloque de pisos (en pleno centro, en principio el sitio más “bien” en el que había vivido):
Al tiempo de establecerme allí, descubrí que en la planta de arriba había un puticlub, pero no un puticlub en condiciones, como el que había tenido en el balcón de enfrente durante cuatro años un tiempo atrás, sino uno en el que chicas de otros países (Brasil, Bolivia, alguna del sudeste asiático) estaban siendo explotadas. Después de un episodio que conté hace tiempo en este blog (según recuerdo es el único que he borrado por lo fuerte que era), y de mi charla con el guardia civil, descubrí que mi casero, y al mismo tiempo presidente de la comunidad de vecinos, estaba “comprado” de alguna manera por los que regentaban el piso de citas.

La relación con mi casero (el peor que he tenido, qué hijo de puta), casualmente mi vecino de puerta, era muy mala y había llegado a un punto de no retorno en el que apenas nos dirigíamos la palabra y era todo falsedad por ambas partes.

Yo ya estaba muy mosqueada con el tema de las chicas de otros países (vale que exista la explotación en el mundo, pero verla –y oirla- todos los días quema a cualquiera), y a ello se unieron otros episodios, tanto míos como de mis compañer@s de piso, sucedidos en el ascensor con clientes que subían al puticlub (los que iban pasados), que nos atemorizaban con ofertas o palabras soeces, por no hablar de las veces que te encontrabas gente metiéndose coca en el portal (se había convertido en costumbre, ya venían de la discoteca de al lado y se formaba allí un ambientillo paralelo y todo); que esto último no es que me importase, pero bonito no está.
Realmente, si el piso hubiese sido de prostitución digamos “limpia” (como sucedía por ejemplo en el otro que conocía, que en cuatro años apenas vi nada fuera de lo normal y las prostitutas eran unas vecinas amables más), yo no hubiera dicho nada, pero ahí se cocía lo peor. Y me parecía peligroso para todos los que vivíamos allí porque le abrían el portal a cualquiera y a cualquier hora. Yo algunas veces no me recogía precisamente temprano, y me arriesgaba a encontrarme, cualquier noche, al volver a casa, con alguna situación desagradable.

Pero claro, yo no era propietaria, no podía hacer ni decir nada, y encima mi casero era el presidente de la comunidad y no quería que nuestra relación se deteriorase aún más.

Así que decidí hablar con aquel buen hombre, el que fuera mi profesor –de Derecho, catedrático- para ver si él podía comentar algo en las reuniones de vecinos. Le conté todo lo que pasaba (me extrañaba que él no se hubiese dado cuenta con el tiempo que llevaba allí, ni nadie dijese nada), que era peligroso para todos y que en el edificio también vivían niños (mi casero, por ejemplo, tenía una hija de cuatro años).

Me respondió, muy borde, que él no tenía nada que ver con eso, que buscase ayuda en otra parte.

A la mierda la idealización.

¿ Hacemos un "simpa" ?

¿ Hacemos un "simpa" ?
 
A las dos de la mañana, a punto de conciliar el sueño, recibo un SMS: “Somos lo peor de lo peor y encima unas delincuentes”. No respondo.

Hasta hace unos cuatro meses sólo había hecho un “simpa” (irse sin pagar de un establecimiento) en toda mi vida, y llegaba sólo a la categoría de intento.

Antes de seguir, tengo que decir que es algo que me parece muy mal, y en muchas ocasiones me he negado a hacerlo (más por acojonada que por íntegra, - como robar en El Corte Inglés - , pero también es cierto que me parece muy mal).

En realidad sé que no es buena idea escribir estas cosas y menos mostrarlas al público, pero la verdad es que no me importa, mi blog es libre en sí mismo y no tiene pretensiones, y a mí me da igual todo (casi todo).

Mi primer simpa:

Tuvo su gracia. Fue hace muchos años, diez o así, durante la Feria de Almería.
Estábamos un grupo de gente bastante grande, al final unas doce o quince personas, en un bar de tapas completamente abarrotado, imaginad, en plena feria del centro. Lo típico de las ferias, nos encontrábamos con conocidos y el grupo fue aumentando. Durante nuestra estancia en aquel bar pedimos unas tres rondas de tapas y cañas para todos. No recuerdo bien de quién partió la idea del simpa, pero rápidamente tuvo seguidores, y nos fuimos diciendo unos a otros al oído el plan: ir saliendo de uno en uno, disimuladamente, aprovechando el tumulto, y encontrarnos a la vuelta de la esquina. En cualquier caso, llegó un momento en que no era posible la disidencia, porque gran parte del grupo ya había desaparecido. Entre los conocidos que se nos habían añadido se encontraba la prima de uno, que habiendo llegado mucho más tarde, y en un estado etílico considerablemente menor, no se había coscado de la operación. Yo fui de las últimas en salir y presencié el fracaso. La chica se quedó clavada. Se escuchó: “corre, corre”, pero la chica no se movía del bar, perpleja, sin entender qué sucedía. Al ver que los últimos rezagados, que venían tras de mí, corrían, yo corrí también, pero justo antes de volver la esquina pudimos ver al dueño del bar, puede que alarmado por los “corre, corre”, no lo sabemos, conversando con la chica. No podíamos dejarla cargar con el marrón, así que algunos de nosotros volvimos, haciéndonos los despistados y diciendo “yo creí que ya habían pagado”.

Quizá debido a este primer y estrepitoso fracaso, durante muchos años después de eso no me pareció buena idea hacer un “simpa”.

Si en este tiempo alguna otra vez me he ido sin pagar, que no lo recuerdo, pero no me extrañaría, sería por puro despiste o confusión.


Simpa Dos:

Je, aquí triunfamos. No fue premeditado. Ahora que lo pienso, dudo que la mayoría de ellos lo sea, sólo los de los muy profesionales; yo creo que es más bien fruto del transcurrir de los hechos, normalmente acompañados de ingesta de alcohol, que hace que disminuya tanto la integridad como la sensación de peligro.

Éste sí que fue un “simpa” en toda regla, ya que te pones hazlo bien.
Salimos del cine, mi amigo, mi amiga y yo (claro, aquí sí que no se pueden dar nombres, ni links). Nos fuimos a un local muy de moda, de los de sofá y diseño, principalmente porque estaba allí al lado. Felices, nos pedimos un mojito, mientras comentábamos la película. Más felices aún, jugamos a “entrevistas ficticias”, simulando que el sofá pertenecía a un plató de televisión y nosotros éramos presentadores y estrellas del porno. Partiéndonos de la risa pedimos un segundo mojito, y otro más.
Entonces nos percatamos de que los mojitos costaban ¡ocho euros!. No terminamos de ajustar los cálculos, pero tuvimos la impresión de que era posible que, ni siquiera juntando el dinero que llevábamos entre todos, nos llegara para pagar la cuenta, y desde luego olvídate de continuar la noche. Una va de expedición a la planta baja, donde están los baños, porque nos parece recordar que había una salida por allí, pero está cerrada. La barra pilla lejos, y la puerta muy cerca de donde estamos sentados, sería cuestión de encontrar el momento en que alguno de los clientes tapara el campo de visión de la camarera. Hacemos el plan, le damos mil vueltas, otro sale a la calle a ver cómo es, vuelve y nos lo cuenta. Pensamos en separarnos una vez en la calle y confundirnos con los transeúntes, el local está oscuro, es posible que la camarera no nos recuerde bien, y si sale a la calle buscará a tres personas, será difícil que nos recuerde por separado, de pie y de espaldas. No nos terminamos de poner de acuerdo hacia dónde debe ir cada uno ni dónde debemos reunirnos una vez completada la huida, cuando el local repentinamente se empieza a llenar, llega un grupo numeroso de gente, y ocupadas todas las mesas como estaban, se dedican a pedir masivamente en la barra. Es nuestra ocasión, si esperamos a que se recompongan, la perdemos. Sin pensarlo dos veces cogemos la puerta. Caminamos, paso apresurado, hasta el final de la calle, que está cerca. Al tomar la esquina, todos echamos a correr. Me separo de mis compañeros y al volver a torcer otra esquina, me calmo, me suelto el pelo y comienzo a caminar tranquilamente. Chute de adrenalina: el corazón se me sale del pecho, al tiempo que me invade una extraña sensación de felicidad. No sé qué ha sido de mis compañeros, y lo peor es que, al no haber terminado de concretar el plan, no sé dónde debemos volver a encontrarnos. Nos llamamos por teléfono y al final, no sin esfuerzo, volvemos a reunirnos. Todo salió bien.
Nos fuimos a una champañería a celebrarlo.

Simpa Tres:

Toda la vida sin hacer simpas y en un solo día “cometo” dos.

Fue el otro día, el jueves: Habíamos almorzado pronto, y a media tarde yo, que estaba especialmente caprichosa, tenía hambre otra vez. Entramos en un bar tipo delicatessen, de los de mostrador de carnicería en la entrada y mesas con forma de barril. La edad media de los habituales era relativamente elevada, yo siempre digo que eso es buena señal, que se trata de gente que lleva mucho en el negocio y sabe adonde ir. Mucho polito rosa y flequillos repeinados hacia un lado, pero nosotras vamos a lo nuestro. Nos pedimos unas cañas, que en ese lugar siempre van acompañadas de una buena tapa de queso. No satisfecha con eso, quiero algo más, por lo que me pido una tosta, de jamón y salmorejo. Otra caña. El jamón me encanta y me pido un tabla entera, del bueno, del ibérico. Otra caña. Sigo caprichosa, con un hambre anormal, y ya que estamos, un día es un día, quiero un postre, tarta de queso con limón. Satisfecha, me tomo otra caña, con su tapa, siempre la tapa.
Bueno, tampoco fe un simpa propiamente dicho, fue con toda la complicidad de la camarera, algo inexplicable:
Al tiempo de pedir la última caña se nos acerca la camarera que nos ha atendido toda la tarde (los platos aún sobre el barril/mesa) y nos dice, sonriendo: “Chicas, ha habido un problema, se nos ha perdido vuestra cuenta”. “¿Entonces?”. “Entonces no tenéis que pagar nada”. Pregunto yo, tonta de mí, e incrédula, mirando las cañas que acaban de depositar sus manos sobre la mesa: “¿Y esto?”, y ella, casi molesta: “Bueno, pues pagad esto nada más”.
No nos lo podemos creer. A la hora de pagar nos levantamos, ha anochecido, el local se ha llenado de gente y la camarera, ocupada, no nos hace ni caso.
Decidimos que nos íbamos sin pagar nada, que era el verdadero deseo de la camarera, pero nos quedó una mezcla de incredulidad y remordimiento, y nos pareció casi un simpa. Desconocemos las razones de la camarera para invitar así a dos desconocidas. Era fácil calcular qué nos habíamos tomado con sólo mirar la mesa. La cuenta hubiera supuesto un dineral.
De todas formas no pensábamos volver a ese local. Se comía bien, pero como en tantos, y la clientela era demasiado pija.

Simpa Cuatro:

Sin poder creer nuestra suerte, y un poco achispadas, decidimos tomarnos la última, como fin de fiestas. Pensamos ir al Chesterfield, local tipo cervecería americana, en el que suele haber actuaciones. No lo encontrábamos, por lo que decidimos meternos en el primer lugar que pillásemos. Pasamos por un “cocktail bar” en el que también ponen comida, con terraza, y pensamos en un mojito. Era un sitio bastante pretencioso, de grandes cristaleras y neones, mobiliario de diseño, carpa blanca en mitad de la calle y sillas diferentes a las habituales de terraza, todo en blanco.
A nuestro lado está sentado un americano obeso que da cuenta de un costillar. Las otras clientes son dos chicas americanas jóvenes que también toman mojitos. Hace un poco de frío y viento en la terraza y no nos convence el local. Tardan un cuarto de hora en atendernos, a pesar de que apenas hay clientes (camareros de verano, pensamos). Una vez hecha la petición tardan otro buen rato, excesivo a todas luces, en traernos las copas. Una vez que nos las traen, descubrimos que los mojitos están asquerosos. Las americanas se las ven y se las desean para que les atiendan y les traigan la vuelta de la cuenta, y nos dejan a solas con el americano, que se ha pedido un postre, que riega abundantemente con vino. Pedimos la cuenta, pero pasado un cuarto de hora no viene nadie. Ni siquiera podemos hacer contacto visual con el camarero, porque el local, a pesar de ser de cristaleras, tiene doble piso, y la barra está en el segundo. La única posibilidad sería entrar a pagar al local. El capítulo mojito nos está resultando eterno. En ese momento descubrimos que el americano, que lleva esperando tanto tiempo como nosotras para pedir la cuenta, ni corto ni perezoso, se levanta y se larga. Nos miramos estupefactas, y casi al unísono, llegamos a la misma conclusión: “¡vámonos nosotras también!”. Tomamos la calle en la misma dirección que había tomado el americano. Ahora me doy cuenta de que era un error, porque el tramo de calle contrario era más corto, pero en el momento nos pareció lo mejor. De pronto miramos y el americano ha desaparecido. Ni idea de su paradero, un misterio. Se metería en un edificio, en un coche o cogería un taxi. Andamos deprisa, somos conscientes de que el camarero puede salir en cualquier momento porque ya estaba tardando mucho. La calle se hace eterna. Y cuando pensamos que ya llegábamos a la esquina, oh sorpresa, no es esquina, sino un edificio que se mete ligeramente porque tiene una especie de porche. En realidad estamos todavía a mitad de la calle. No quiero volver la cabeza porque eso es delatarse directamente. Ahora sí que se nos hace eterna la calle, buscamos un portal, cualquier rincón, lo que sea, pero nada, la única salida es seguir adelante. Ahora nos hemos distanciado la una de la otra, como si no nos conociésemos, pero es una medida un tanto estúpida porque somos las dos únicas personas de la calle. Por fin llegamos a la esquina, podemos volvernos a mirar y allí no se veía a nadie. Exceso de adrenalina. Decidimos ir a celebrarlo a un bar de tapas normal, y cenar algo (como si no hubiésemos comido lo suficiente a lo largo del día). Nos pedimos otras dos cañas, unas croquetas y unos huevos rotos. Mi amiga insinúa volver a irnos sin pagar, pero cuando ya están cerrando un bar es un poco difícil, y de todas formas es mejor cortar los vicios a tiempo.

¿Racismo?

¿Racismo?
Ya sabéis que vivo en Lavapiés, “melting pot” donde los haya, encrucijada de “Cosmofobia”, el libro de Lucía Etxebarria.
A mí me parece que Lavapiés se distingue de otras zonas de Madrid porque no hay etnia o nacionalidad que sobresalga de las demás. No es, por ejemplo, el barrio de mi amigo J. (Gran Vía), donde la mayoría son sudamericanos. No, aquí, curiosamente, hay de todo, casi a partes iguales: sudamericanos, negros, chinos, magrebíes, libaneses, turcos, pakis, indios y de Bangladesh, todo mezclado con guiris curiosos, elementos “alternativos” y señoras “de toda la vida”. Bueno, nuestros mejores vecinos, de todo un bloque, con decenas de habitantes, son tailandeses.

Después de todo este preliminar, no os creáis que voy a contar nada espectacular, no, es una chorra-anécdota de lo más normal, sólo quería describir el escenario.

Ayer de mañana, empezó a sonar la alarma de un coche. Cada vez que pasaba un vehículo pesado, tipo camión, sonaba la alarma del coche, una ranchera blanca. Pii, piii, piiii, justo debajo de nuestro balcón. Al final creo que era del pintor que remodelaba el bar gallego de enfrente. A nosotros, que tenemos horario veraniego, es decir, que nos estamos levantando tarde (a eso de las once), directamente nos despertó la alarma. Se veía (oía) que el tío estaba cerca porque a veces desconectaba la alarma, suponemos que desde un mando, rápidamente, y otras tardaba un rato, y así, por deducción, sospechamos que estaba cerca. Continuó toda la mañana, hasta pasadas las tres de la tarde. Pii, piii, piiii, su puta madre.

¿El efecto sobre nuestro hogar? Ríete tú de “Un día de furia” (la de Michael Douglas, de un ejecutivo que se vuelve loco por el estrés y se dedica a disparar sobre el personal con una recortada). Se llama contaminación acústica y no está bien estudiado. Mira que aquí estamos acostumbrados al trasnoche público, por algo estamos pegando con “la zona cero” de marcha “lavapiesina”, pero esto nada que ver.

A las tres de la tarde, mis compañeros decidieron llamar al 112, que no al 092, ya que se supone que en la Comunidad de Madrid, desde febrero, todas las llamadas de emergencia, de mayor o menor importancia, están desviadas al 112.

Ja.

Tres veces llamaron, tres: “de eso no nos ocupamos nosotros”, “sí, desde el acuerdo de febrero”, “bueno, tomamos nota” (resumen, después de mucho tiempo). Al final, por algún medio rocambolesco, la policía municipal efectivamente fue informada.

No sé si al final le llamó la atención la municipal (no creo) o el susodicho se largó de la calle porque le tocaba, pero la cuestión es que acabó parando, aunque a esas alturas los nervios ya estaban disparados.

Que si el barrio se estaba poniendo fatal, que los vecinos eran unos guarros, alguien vomitó en la escalera, sacudían la alfombra sobre nuestro balcón, llegaba el agua desde no se sabe dónde, uno no tiraba la basura al contenedor sino que la dejaba en el portal, por no hablar del que tiraba la basura por el patio y nos caía al tejadillo, y otra, argentina (oh, desgracia), te cerraba la puerta del portal en las narices aunque fueses a pasar.

La verdad es que en “mi hogar” sucedió un incidente racista pero a la contraria (de una sudamericana, con una cierta posición de poder, ser racista hacia nosotros, demasiado largo y aburrido de contar aquí), y ése fue el detonante. Desde ahí un no parar. Muchas veces con razón, pero pasaron los límites.

Contra los llamados “perroflautas” es una aversión anormal. Una ex que tuve les tenía una tirria mortal, y tampoco lo entendía. Vale, que están por donde tú pasas, con su pringoso perro comido de pulgas y la mitad de las veces lo que tocan en la flauta es insufrible, y encima te exigen una limosna y, si les dices que no, te hacen sentir mala persona. Vale, no es el ideal de persona que me quiero tropezar por la calle, pero de ahí a ese odio asesino que trasciende la manía tampoco lo entiendo.

Y luego están los “payoponis”, también llamados “panchitos” o “guachupines”, es decir, sudamericanos. Así, desde fuera, es posible que sean los que peor se “integran”. ¿Por qué? Porque son tan parecidos a nosotros que ellos mismos no consideran que tengan que hacer ningún esfuerzo de integración. Es mi opinión. (Hay de todo, por supuesto, hablo de impresión general). Y así mantienen un “pequeño” Ecuador o Colombia aquí en Madrid.

Algún día hablaré de mi patio, mi telenovela particular cada vez que cocino o voy al baño. De todo hay. La vieja demente que acusa de intentar matarla a todos los de su familia todavía no me ha terminado de cansar, conserva su exotismo, pero las canciones melódicas en español coreadas por la troupe de jovencitas sudamericanas enamoradas y apavadas me revienta el tímpano.

Anoche, casi a la hora de irnos a dormir, a las mil, se acerca uno de mis compañeros de piso al balcón, a contemplar las fiestas del barrio, que largas son, y bueno, me tuvo que hacer gracia cuando exclamó: "¡¡¡¡un payoponi perroflauta!!!! ¡Ha sucedido el híbrido, mirad, mirad a ver! Existe, ¡ocurre!"
No me acerqué al balcón, porque ya estaba en la cama y sigo con el pie chungo, pero no pude sino reírme.

Así supongo que pasa todo. “Nos estamos volviendo un poco nazis”. Es broma, aquí no hay nazis, al fin y al cabo somos todos bolleras y maricones, y no, aunque no sea incompatible (¿cómo se llamaba del que estaba enamorada la Yourcenar, que era gay, y germanófilo cuando la Segunda Guerra Mundial?), pero mirado desde fuera puede llegar a entender el proceso, que no compartirlo.

Sí, en España hay muchos racistas, como racistas siempre ha habido en EEUU (nuestra imagen y semejanza), como el mundo éste en el que vivimos no es tan amable como me gustaría, nos gustaría, que fuera.

Miedo al futuro, igual que miedo al pasado.

La mezcla, el multiculturalismo, en ciertos sectores (modernos, entendemos), no es “cool”. No hablan de ello, y simplemente por lo mismo, no es “cool”. ¡Qué pesadez! “No queremos cutrerías. Dadme sushi y moda sueca, pero no me atormentéis con kebaps y desgracias de pateras”. Así está la cosa.

Una vez, hace mucho, leí en algún sitio que se había estudiado, por un programa de ordenador o algo así, qué surgiría de la mezcla de todos los tipos étnicos que existen actualmente sobre el planeta. La resulta fue que el aspecto general del ser humano, después de su interrelación a lo largo muchas generaciones, sería lo más parecido al tipo indio (de la India) de la actualidad. Tiene su lógica la cosa.

La verdad es que a mí los indios, las indias, siempre me parecieron de lo más atractivas.

Dentro

Paseo de los Tristes, uno de mis rincones favoritos de Granada

 

Cuando llegué a Granada me pareció gris, tengo que confesar. Las calles estrechas y la piedra oscura. El frío seco y el olor a rancio. Venía de Londres, que me había deslumbrado con sus bares, sus mercadillos y un cosmopolitismo que por aquel entonces todavía no había llegado a España.
Granada me costó, pero poco a poco fui encontrando aquello de lo que hablaban y hasta comprendiendo a los poetas.
Los primeros años, los bares de Pedro Antonio, las fiestas, las escapadas de la facultad. Le siguieron las acampadas, la biblioteca nocturna, la vida cultural. En la última época, la calle Elvira, las sesiones golfas y los bares de ambiente.
Cuando me fui de Granada, me pareció hermosa, y supe que echaría de menos el rumor del Darro y el abrazo de la sierra, que dejaba mi casa de la peor manera, jurando no volver.
Por amor me fui y por amor volví, tres años después.
Un año más tarde la dejé de nuevo, hechas las paces, reconciliada con el pasado.
En Granada viví ocho años, en ella disfruté con amigos y amantes, y lo único que me duele es que no tengo a nadie a quien llamar si voy allí. Cosas de la vida.

De Granada siempre llevo conmigo un leve acento, que no es poco, y ojalá nunca lo pierda.
La inmortalidad – Luis García Montero

Tres posts en uno o El tiempo (el clima)

Buahhhh, post super largo, ya lo dije, que estoy recluida, todo internet para mí.



No está estudiado cómo de verdad nos afecta el clima. No está. Mi compañero de piso, que fue especialista de cine y sufrió mil roturas, te predice el tiempo con una exactitud pasmosa, lo siente en su cuerpo. A mí hermana le pasa igual con una cadera que se rompió. Yo, que soy asmática, sin salir de casa, sé cuándo se ha levantado el día nublado. A veces se me olvida mi “habilidad” y pienso “¿qué me pasa, qué me pasa hoy?”, miro por la ventana y “ah, coño, el tiempo”.
(aparte: dicen que en la sociedad occidental el factor que ahora mismo disminuye más la esperanza de vida es el asma, como diez años menos. Qué pena que me voy a perder el final –sarcasmo-).
El levante, el poniente, la tramontana y los nombres de vientos que hablamos un día en otro blog, creo que el de Gurb, ¿cómo afectan así a la gente? Porque les afecta, en eso estamos de acuerdo. En realidad yo sólo sé del levante, que por algo soy de Cádiz, y que a mí no me afecta tanto, pero a los de fuera, hasta a mi madre, que llegó allí con catorce años, los trae de cabeza. Yo sé cuándo está, soy consciente, pero me adapto, como cuando coges habilidad en tu propia casa y sabes dónde están los interruptores aunque estés a oscuras.

¿Qué coño es eso de las ondas Schumann? Ya sé que es casi todo mierda y me queda algo del raciocinio que me inculcaron mis profesores, ¿pero qué habrá de verdad?

El pulso de la Tierra”. Yo creo en eso, no en la Gaia de Lovelock exactamente, pero sí que la Tierra es un ente vivo, un sistema en sí mismo, al que pertenecemos, que Todo es Uno. Lo sé porque sí.

¿Era Descartes? En filosofía siempre estuve floja.

Sólo sé que lo sé. ;)
 
••

Tarde de agosto (tarde de un día bochornoso, como descubrí después)

Hoy dormitaba, producto de las pastillas para el pie, en mi habitación, y en ese duermevela, oía, como un rumor, las noticias de la televisión que me llegaban desde el salón. Todavía no sé si sueño o realidad, escuchaba que había plaga de topillos en gran parte de los viñedos españoles (en Toro, horror), que amenazaba con pasarse a La Rioja; mosquitos en Los Monegros y menos mal que todavía no había llegado el mosquito tigre, soñaba con el mosquito tigre como monstruo de videojuego; que no había pescado para abastecer todo el turismo de la Comunidad Valenciana y pagaban lo que fuera por él, cigalas todo el mundo; que los monzones estaban siendo muy malos y el cuarenta por ciento de Bangladesh estaba inundado. No podía respirar bien y pensaba en la nube anaranjada que cubre el cielo madrileño, que sólo se ve si te alejas lo suficiente, o si desde un ático alto miras al horizonte. Pensaba en salir de aquí y luego renunciaba, por pereza, dejándome dormir de nuevo. Soñaba cuando yo vivía en el campo y el campo me parecía feo, y yo quería salir de allí, y ya no hay campo al que volver. Por él pasa un carril de desviación de la autopista, la A7.
Recordaba a mi abuelo materno (el desertor, el desconectado). Él decía que la tele era una mierda, así, y que del parte sólo valía “El Tiempo”. Él sólo miraba la tele cuando daban las predicciones meteorológicas, a las que prestaba mucha atención, y luego pasaba. (La verdad es que él también mantenía que la llegada del hombre a la Luna era una invención).
Recordaba cuando yo tenía trece años, y leía más que ahora, por algo vivía en el campo y quería salir de allí. Entonces leí una novelita que se llamaba “El Genio ”, que iba de un científico que inventó una máquina para controlar el clima, y destruyó el mundo, muy a su pesar.




Y, bañada en sudor, no quería recordar más, ni pensar en el futuro, ni en las cosas que leí ayer o antes de ayer, ni acordarme más de la foto de la niña china, ni en lo enfermos que se iban a poner. Entonces me quedaba el dolor físico e intentaba dormir.

Poder hacer clic y apagar la luz, hacer clic y apagar tu cerebro, así afectan las drogas al ser humano; no, no estoy tomando drogas, sólo las recuerdo.

•••

Nosotros, tú y tú, el/la que me lees, yo, nunca hemos vivido una guerra, ni siquiera una revolución (bueno, suelen estar precedidas de guerras). No sabemos lo que es eso. Bendito tiempo de paz.

(A lo largo de mi “trayectoria académica” (o la época en que era una arrastrada y le aprobaba asignaturas a los demás) yo di una asignatura que se llamaba “Historia de la Paz”, en la Universidad de Granada. Preciosa asignatura. Siempre se estudia la Historia desde el conflicto, nunca desde las etapas de paz. Ésta iba sobre eso, mi trabajo sobre las etapas de paz en la Prehistoria. Tiempo de paz, como es el nuestro, hasta que nos atrapó la globalización y a muchos de nosotros no se nos escapaba que aunque aquí viviésemos contentos y felices, a la vuelta de la esquina, léase Sudán, Yemen o Iraq, la gente vive ese drama, que es lo peor que puede acontecer en la vida de un grupo social y a la vida personal de cada uno de sus componentes. Tiempo de paz ilusoria, el que vivimos.)


Me planteo si hubiera que ir a una guerra, como ese preámbulo de revolución necesaria (nunca fue tan necesaria ni tan científicamente comprobada), ¿iría?
No. Porque la guerra alimenta al mal y a la propia guerra. Ya muere demasiada gente.

Las revoluciones, si les da tiempo a ocurrir, deberán ser pacíficas, lo que no quiere decir débiles.

Hacer el vacío.

Quizá este post acabe de manera abrupta, simplemente me he cansado de escribir. Y de derivar.

 

Uno intimista

Uno intimista

Que hacía tiempo que no.

Este año, lo que llevamos de él, contra todas las previsiones (hay que tener en cuenta mi ruptura sentimental navideña), ha sido muy bueno, uno de los mejores de mi vida. He conocido a gente estupenda, más que nunca. He estado muy relajada y he tenido días realmente felices, muchos.

Los días malos han sido inusualmente escasos. Los días malos me dan miedo, yo me doy miedo. Sé hasta dónde puedo llegar y no quisiera verme repetida.

Pero este año los días malos han sido tan pocos que puedo recordarlos:

El primero, pronto. Fue el día que lloré; lloré y lloré, lloré tanto que no podía parar, y asusté a una persona.

El segundo fue el día que bebí; bebí y bebí, bebí tanto que no podía parar, y asusté a esa misma persona.

El tercero fue el día que me cabreé; aguanté y aguanté, y me cabreé tanto que tuve actitudes que no debí tener. No asusté a nadie, pero parecí una auténtica gilipollas.

El más reciente fue hace no mucho. Intenté ahogarlo en alcohol, y fue la primera vez en que preferí la resaca, y dormir, y sentirme un despojo, antes que un ser abandonado, así en frío, porque mi mente, tan sólo preocupada por el mantenimiento de las funciones vitales, no llegaba a profundizar en los rincones más dolorosos, ésos que requieren enlazar una serie de retorcidos pensamientos masoquistas hasta llegar allí. Fue efectivo, al menos momentáneamente. (Podríamos tener el debate de si pastillas sí, pastillas no, cuando se te muere alguien).

Y el día es peor cuando se te abren varios frentes, no tienes fuerzas y te ves sola. El factor físico bajo mínimos es el aliño perfecto.

[Hacía años que no me entraban ganas de cortarme el pelo; quizá, más que por cambio radical de imagen, sea por influencia del mucho calor que hace.--No tiene nada que ver--]


De entre todos estos días malos que he relatado, hoy no es el que aparentemente estoy peor, pero sí el que más miedo me da. Los otros días sabía que era sólo ese momento, intenso, y que luego mejoraría, eran descargas de tensiones, de mala energía, un fallo en la canalización de mis propios sentimientos. Pero este goteo de pequeños bajones a lo largo del día, esos lagrimeos a destiempo, me preocupan sobremanera, porque los reconozco, y me recuerdan terriblemente a la antesala del lugar donde no quiero volver.

Por eso escribo esto, porque escribir me ayuda, siempre lo hizo, y a veces es lo único que me ayuda.

No sé qué hacer, no sé qué es mejor, ni peor.

Siempre, ante la duda, (y la imposibilidad de la huída hacia delante, que es mi especialidad), me paralizo. Será que soy Libra, o más probablemente no tendrá nada que ver. Será que soy indecisa, independientemente de ser Libra.

Estábamos en que me paralizo. Me hago la muerta. Ni palante, ni patrás. Me quedo colgada.

El miedo a sufrir más contra sufrir de todas formas.

Dormir… Esa llamativa actividad.

...


Ay

 

b.h.

Mi oscuro pasado

Viendo este anuncio en la tele

me he acordado de una anécdota, blanca e inocente, que pasó hace unos años, unos poquitos.
Ya le he contado antes, y es muy tonta, pero me repito, porque fue un momento que se me quedó clavado.

Era mi primer año de carrera y yo estaba en la residencia de monjas (sí, yo también tengo un oscuro pasado). La residencia acogía a unas doscientas chicas, estudiantes todas. Estaba repartida en cuatro plantas, de las cuales la segunda, la mía, era la más amplia con diferencia, y en ella dormían unas cien chicas.
Entre semana la residencia cerraba a las diez y media de la noche. Cuando llegaba esa hora, después de cenar, estudiabas, hacías reunión en la habitación de alguna o te ibas a la salita de televisión, una por planta, pero la solían tener monopolizada las habituales, marujas precoces en bata y zapatillas de andar por casa, enganchadas a culebrones y sitcoms varias. (Yo, a veces, iba con mi compañera de habitación, a las tantas de la madrugada, y veíamos películas raras o el baloncesto NBA, ése solía ser todo mi contacto con la salita).
Resumiendo, en la salita de planta solía haber, habitualmente, unas tres o cinco chicas, diez como mucho si emitían algo excepcional. Las monjas se pasaban por la salita de vez en cuando, una o dos veces por noche, a saludar y supongo que a controlar, se quedaban un minuto o así, comentaban y se iban, pero la puerta debía permanecer siempre abierta.
Una noche, oh, iban a poner “Nueve semanas y media”. Conmoción general.
Se corrió la voz y a la hora en que comenzaba el acontecimiento se encontraba allí toda la planta, sin exagerar. La gente se tuvo que traer hasta sillas extra de las habitaciones. Era obvio que aquello “cantaba” y que antes o después las monjas se darían cuenta. No me digáis qué tiene de malo ver esa película (que por otra parte ni siquiera me gusta mucho); nada, no tiene nada de malo, pero hay que retrotraerse al momento y al lugar, y encontrarte con la incomodidad de que la monja te descubriera viendo “eso”.
Total, decidimos que se pondría una de guardia en la puerta, que se iría turnando cada cinco minutos, para avisar si venía la monja, y si venía cambiar convenientemente de cadena. Me acuerdo perfectamente, Miquela, una italiana alocada y simpática, era la encargada del mando.
La película empezó y se desarrolló entre risas y chanzas generales, mientras las guardias se sucedían con total normalidad. Esa noche las monjas no aparecían y nos extrañaba.
- La estarán viendo ellas también. Risa generalizada.
No aparecían, no aparecían, y llegó la escena famosa de la fresita, la nata y tal y cual. La que le tocaba estar de guardia, entre la escena y que ya casi dábamos por hecho que las monjas no iban a venir, obviamente se relajó, porque dio la alerta de manera muy apresurada:
- “¡Que viene, que viene!
- “¡Que está aquííí!
Miquela se pegó un susto de muerte, se puso tan nerviosa que el mando le saltó de las manos, con la fortuna de que volvió a parar a ellas.
Yo podía ver a través del marco de la puerta que la monja prácticamente se encontraba en la sala. Entre dientes, le decía a Miquela:
- “Cambia, cambia
- "No puedo, no puedo”, me respondía angustiada.
El mando estaba protegido por un plástico transparente gordo, para evitar su deterioro, y los botones estaban tan usados que no respondían inmediatamente.
Silencio, nervios y expectación, mientras Miquela presionaba una vez más los botones de manera aleatoria.
En el último momento, cuando la monja se encontraba tan sólo a un metro de la puerta, consiguió cambiar de cadena. Hubo un suspiro de alivio generalizado en la sala y, en fracciones de segundos, las caras de tensión se convirtieron en cien sonrisas falsas.
- Uy, cuánta gente hoy, no?
- Sííí, todas al unísono
- Estáis todas aquí… Risitas pavas
- ¿Qué estáis viendo?, preguntó la monja, nunca sabré si inocentemente o no.
En ese momento, volvimos nuestras caras hacia la pantalla del televisor, y nos descubrimos ante… un concierto de Richard Clayderman. Miquela había puesto la 2, mis ojos como platos.

A punto de darme la risa floja, fui la que tuvo el valor de hablar:
- Nada, aquí, viendo un concierto de Richard Clayderman
Por favor, ¿que hacían cien tías reunidas a las tantas de la noche viendo eso, todas concentradas? (Con todos mis respetos hacia Richard Clayderman, cuya valía profesional desconozco). No se lo creía nadie.
- No sabía que os gustara
- Pues sííí, dije, ya con un hilillo de voz, mientras me esforzaba con todas mis ganas por mantener la amplia sonrisa falsa y angelical.
La monja me miró con desconfianza (a esas alturas me tenía calada), pero como no supo qué más decir, dio las buenas noches y se largó.

Si la monja se hubiera quedado un segundo más no nos podríamos haber controlado. La imagen siguiente es la de cien tías revolcándose por el suelo de la risa.

Y entiendo el anuncio, porque Richard Clayderman, con ese peinado y esos trajes blancos, se presta a lo surrealista como nadie.

Alergia

 


 

Hacía tiempo que no encontraba un tema mayor para socializar que hablar de la alergia estos días en Madrid. El polen está pegando, es cierto, y la alergia se ha convertido en un tema recurrente con el que no hay reparos a la hora de hablar con desconocidos.

Soy alérgica, a los ácaros durante todo el año (entre otras cosas), y al polen cuando toca, y nunca me había sentido tan acompañada.

Vas por la calle y nos reconocemos los unos a los otros. En las tiendas, los bares, cuando te presentan a alguien, y descubres ese moqueo, rojez de ojos, incomodidad, ahí está, es de los tuyos.

Da igual, amigos, conocidos y desconocidos, con todos se puede mantener la misma conversación, y si en el grupo coinciden más de dos afectados aquello se convierte en un jolgorio.

Si no empieza uno (he dejado de hacerlo, a la vigésima conversación repetida cansa, todo tiene un límite), empieza el otro:

(Estornudo o síntoma similar)
- Alergia, ¿eh?
(No te ha dado tiempo a responder, otro estornudo o síntoma similar)
- A mí también me pasa, a mí me da…
Y aquí están las modalidades:
- Picor en la garganta / picor de ojos / lagrimeo…
- Pues a mí se me tapona la nariz…
- Sí, mira, qué mal estás
- A mí urticaria
( y la persona se rasca sin remilgos para que compruebes que es cierto y sentirse parte del selecto club)
- Uf, yo estoy fatal
- Yo llevo todo el día, ahora estoy un poquillo mejor
- Uy, pues lo mío es peor, tengo una tos...
- No sé yo qué es peor, a mí me da asma

(Y claro lo de cada uno es lo peor, -pero siempre dentro de la solidaridad-)
El colmo de “pues yo más”:
- A mí ya hasta me sangra la nariz
- Uy, qué mal

- A ver si llueve y baja esto un poco
- Sí
- Ya a estas alturas no sé yo si va a llover


Pues claro que no va a llover.

Si tenéis curiosidad, a mí me dan TODOS los síntomas, que urticaria no me daba, pero ya también. (mmm, ¿yo más?)

Post… ¿íntimo?

Es decir, que sólo lo voy a entender en su totalidad yo misma, puro ejercicio de egocentrismo, pero cada uno hace con su blog lo que le viene en gana, ¿no?

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Ya no puedo más, hay que saber parar.

Punto de ruptura.

No es grave, es sólo un levantar la cabeza y darme cuenta de dónde estoy.

El viernes, cuando ya llevaba días en precario, se me rayó la tarjeta y el cajero se tragó la libreta. Esperaba que llegara el lunes como agua de mayo, (¿estamos en mayo?, sí, el agua de mayo debió de ser muy esperada en algún momento, cuando el tiempo era más normal y vivíamos del campo; yo ya no me acuerdo de eso). Hoy fui al banco y esta semana cierran a las doce y media porque es San Isidro en Madrid, mañana martes es el día, cierra todo. Llegué tarde. Total, ni un puto duro. Y hasta el miércoles nada. Pero llevo comiendo y bebiendo a placer desde hace ni se sabe. Sólo de gente que hace cuatro meses ni conocía. Que sí, que yo haría lo mismo por ellos, pero es de agradecer.

Y encima te halagan. Joder, subidón de autoestima.

Punto de ruptura.

No perdí tanto, gané más de lo esperado.

No puedo creer que ya sea mayo. Un suspiro, un alivio. Quizá, sin darme cuenta, julio sea mañana.

A veces pienso que con la edad mejoro mi punto ansioso, otras que eso no tiene remedio y deberé aprender a vivir con ello. No sé cuál es la verdad.

Qué churro de post. ¿A que no tengo coño de publicarlo? Pues sí.

Sí, esta noche dije que ya no quería más fiesta, no más pisos, que me venía al mío, tan sólo con mi mac, y este espacio amarillo y naranja, interior (interior pero no de las profundidades del alma, sino que no tiene ventanas que den a la calle), que empezó siendo de otro y ya tiene su pequeña historia, mía, de velas, inciensos, ropa amontonada y el fantasma de un cuerpo que un día lo ocupó por completo. Ya no tengo libros, ni cds, ni plantas, ni catedral de Málaga reflejando la luz que entra por el ventanal, pero estoy yo, más yo que nunca, tan yo que no me reconozco, de lo que me modifiqué, adapté, a lo que otra necesitaba.

peterpan

 

Gracias, gurb , mala , brix , nay , elena , beck, agos, salar , lucía , maco.

 

No hay vuelta atrás

De pronto salgo por otros sitios de Madrid, por La Latina, por Huertas o por Chueca mismo, y veo a todo el mundo tan pijo… y eso que es por ahí y no por otros barrios peores (mejores, supongo, para los demás).

Se supone que he encontrado trabajo, escribir para un sitio frívolo. Está bien, es sólo un trabajo y escribir no me cuesta.

Nada sesudo, nada político, me dijeron. Está bien, para profundidades está mi blog, y si me apuran los blogs de los demás, pensé.

Nada político. Y cada día veo más cercanos a los chinos de las tiendas importación/exportación, a los turcos del kebap de abajo, al rasta camarero del bar de al lado, a todo el mogollón heterogéneo e indescriptible de la plaza, y menos a los de las camisitas de cuadros finos y los polos bien planchados, y ese peinadito relamido. Y me doy cuenta de que me extremo, que empiezo a ser la excepción, que me miran mal en otros sitios y demasiado bien aquí mismo. Que me quedo fuera de las conversaciones de la gente “normal” porque veo a la policía diferente, porque la palabra vivienda me sale de la boca con excesiva frecuencia, porque sé que este verano no va a haber quien me aguante con mi campaña anti-aireacondicionado.

¿Qué voy a hacer conmigo misma?

Igual no es mi problema y es que Madrid con estos gobiernos PP no es normal y yo no estoy acostumbrada, porque quieras que no en Andalucía el PSOE siempre da una patina de relajación, y acabo de venir de Barcelona donde son inquietos, y antes del País Vasco que ya se sabe, y antes de Granada, donde todo da igual, y antes de Gales, que es un mundo aparte y desconocido, y antes de juntarme con los de derechos humanos de Bruselas, y antes no me acuerdo, de la oscuridad y la perversión, supongo, y a mí esto de tanto PP me viene grande.

Y me salen los peores instintos.

Y esto es una mierda, aunque yo sea feliz porque no pueda evitar serlo .

Las putas entradas

(¡Ya tengo las entradas para el concierto de Björk!)

Me gusta esa sensación de temor a que al final pase algo y te pierdas el concierto porque no terminas de creerte que vas a ver a alguien que te hace tanta ilusión. Hacía tiempo que no la tenía, ilusión digo, no sé si porque con los años pierdes entusiasmo o simplemente porque te quedan menos sueños por cumplir.

El hecho de haber comprado las entradas para el concierto de Björk, que para mí es lo más, (creo que ahora mismo no hay nadie a quien desee más ver en directo, quizá sólo Antony and The Johnsons, pero en menor medida), me ha recordado un patético episodio de mi vida que no termino de olvidar. Bueno, es una tontería, pero a mí en su momento me importó mucho.

Ahora que caigo, esto nunca se lo he contado a nadie, por lamentable seguramente, así que aprovecho el momento catártico y el (cada vez menor) anonimato que me ofrece este blog, y me animo a ello. Así que coged la mantita y un café, que os voy a contar una triste historia que pasó hace mucho, mucho tiempo:

No era para ver a Björk, era para otra cantante cuyo nombre no voy a desvelar porque no es necesario. Se prodigaba muy poco en general. Hubiera pagado lo que fuera por asistir a uno de sus recitales, pero era imposible pillarla, siempre daba los conciertos en salas muy pequeñas y yo llegaba tarde para las entradas o coincidía con algún evento importante que no podía posponer, o directamente pasaba largas temporadas en que no pisaba Europa.

Llevaba años detrás de ella, siguiéndole la pista, suscrita a su newsletter, esperando la ocasión. Era una de las cosas que más ilusión me hacían.

Yo tenía todos sus discos, algunos difíciles de conseguir (discos que, por cierto, he perdido durante mi última “"mudanza"" ). Sus canciones habían sido parte importante en los comienzos de una relación que tuve mucho tiempo atrás, y nos acompañó durante esos años. A quien más le gustaba era a mí, pero a ella, llamémosla M., también. El estilo era intimista y romántico, del tipo de canciones con significado que acabas recordando asociadas a determinadas situaciones y personas, de ésas de poemas cantados que te llegan dentro.

Y llegó el momento, pero demasiado tarde.

Nuestra relación daba los últimos coletazos. Ella no terminaba de aclararse y yo permanecía en un estado ansioso que rozaba la patología. Nada nuevo bajo el sol. A esas alturas ya nos habíamos separado, y yo vivía en Madrid (aquí se ve que es donde vengo a olvidarme de otros sitios y algunas personas), mientras ella permanecía en nuestra ciudad de origen, pero todavía, de tarde en tarde, cada vez en intervalos más espaciados, nos seguíamos “viendo”. Era la época en que habíamos “quedado como amigas”.

Entonces fui de las primeras que se enteró de la noticia: habría un concierto de esta cantante en una sala de Madrid unos tres meses después. Emocionada, nerviosa por la ligera posibilidad de la negativa, llamé a M. para decírselo. Que ella viniera al concierto significaba también, y yo lo sabía, que se quedaría a dormir en mi casa, con todo lo que ello implicaba. Ella también se mostró ilusionada y estuvo de acuerdo en que las comprara. Yo la invitaba, y me gasté el dinero que no tenía en los mejores asientos.

Los días pasaron, y la relación degeneró aún más, si ello era posible. El momento de comprar las entradas había sido tan sólo un intervalo dulce en lo que a ojos vista constituía un infierno. Las discusiones, telefónicas en su mayoría, sólo hacían constatar que aquel “ser amigas” era un estado ilusorio.

El día del concierto se acercaba y yo llegué a intuir que podía decirme que no venía, pero no la creí capaz. Ella no tenía otros compromisos, era un viaje acordado mucho tiempo atrás, yo me había gastado una pasta y, sobre todo, no me podía hacer aquella putada, con la ilusión que me hacía.
Pues sí, lo hizo, me dijo que no venía, y se esperó al ultimísimo momento, sólo por joderme.

En cualquier otro caso, cualquier otra cantante, me hubiese buscado a alguien más con quien ir, pero esa vez no podía, hubiera sido demasiado duro.

Qué bonita escena, yo en mi salón, con mis entradas encima de la mesa, a la misma hora en que se suponía que comenzaba el concierto.

Si necesitaba alguna constatación más (que no) de que la relación estaba muerta, fue aquella. Pero relación de todo tipo.

Guardé las entradas, no sé por qué, quizá como recordatorio de mi agonía, en un acto de masoquismo.

Esa cantante ya no me volvió a hacer tanta ilusión. No digo que un día, si coincide y actúa cerca de donde viva, no vaya a verla, e igual me gusta, y me sienta bien por darme cuenta de mi nueva vida y todo lo que dejé atrás, pero ya no la buscaré.

En sucesivas mudanzas, las entradas aparecían en carpetas de papeles, y cuando, entre una caja de cartón y otra, descansaba de empaquetar, siempre tenía un instante en que me paraba a recordar aquel momento.

En la última mudanza las volví a encontrar y las tiré.

Gaviota

Inmune a los vientos, gaviota arsénico, plomo, mercurio y un brillo en los ojos no se sabe si cómplice de la eternidad o anuncio del fin de los tiempos.


Intangible

Hoy he estado hablando con un amigo bloguero, amigo antes de saber que era bloguero (Nay ), de los diferentes tipos de posts que se pueden escribir: de los que simulan un diario, de los artículos sociales…

Hoy vuelvo a mí y a lo que más me gusta, y a él también. Por eso escribo este post intimista, que seguramente nadie entenderá, pero que me servirá de desahogo, de asidero, de pies en la tierra, de grito al aire, a la blogosfera, a Internet, al mundo real, porque como comentaba ayer de pasada y por otros motivos con una bloguera insigne que todos conocéis, éste es más el mundo real, de tan loco y lejano que en ocasiones se vuelve el otro. Son más reales mi cabeza, mis sueños, mis ojos sobre esta pantalla, y vosotros con los que espero comunicarme, que el portero del edificio, cuya vida no me importa, o la plaza y sus borrachos, que son sólo el escenario de mis paseos.

El día, dentro de su normalidad, ha terminado con algo inesperado, una lluvia copiosa que se ha llevado las frivolidades. Recordatorio del tiempo que hace que no te veo, de lo sola que está, del deseo que me desboca.
Recordatorio del tiempo que pasa, de este Madrid, que ya no es el que conocí apenas cuatro años atrás, de Sofía. (Sofía, ya puedo, ya sí, pronunciar tu nombre como una especie de sortilegio. Diosa.)

Y así, desnuda, conseguiré conciliar el sueño, perderme, olvidarme, hasta mañana, en que me vuelva a tropezar, de bruces, con una luz, unos colores y una corporeidad que a veces se me hacen pesados sobrellevar.

Límites y respuestas

“Había sufrido porque ella misma se lo había buscado; no había otra explicación, no hubo más nostalgia que la de una idea. Resultaba triste admitirlo, zanjar así lo que había vivido como el amor de su vida, pero más triste habría resultado no darse cuenta y pasarse la vida añorando una equivocación como aquélla. Porque la cabeza trama sus intrincadas redes y la pasión nunca es, en realidad, como se la inventa. Y un día la flota de recuerdos naufraga en la noche, en el agua oscura de la desmemoria y, cuando una deja de sufrir, ya ha olvidado.

Y, con un poco de suerte, también ha aprendido.”
Cosmofobia, Lucía Etxebarria


Todo lo que sube, baja, y todo cuerpo tiene su límite.
Pues eso, la noche del domingo dormí fatal, incorporándome cada dos por tres, con una tos que parecía de un ser de ultratumba. El lunes por la mañana, nada más despertarme, tarde, pues intuitivamente me dejé dormir todo lo que necesitaba, sentí que algo no iba bien: un dolor agudo en la garganta prácticamente me impedía hablar. A esto hay que añadir el asma, que suele presentarse como artista invitada cuando más concurrida está la escena. Conclusión: ¡qué malita estooyyyy!
Vale, lo acepto, era el precio a pagar.
Hoy he pasado todo el día en la cama, durmiendo o navegando perezosamente por Internet. A ver cómo evoluciono, conste que me estoy cuidando.
En cualquier caso, damos por finalizada la etapa de dispersión, nos recuperamos y al lío. Bueno, tendrá un receso: las vacaciones de Semana Santa, del 31 al 9, (en coche también, que me gustó la última), que consideraré fin de fiestas, o fin de duelo, o fin de etapa, o espectacular comienzo de la nueva, o como queramos llamarlo. No, mejor: espectacular fin del comienzo de la nueva etapa. ¡Je! En realidad, ojalá todos los duelos fueran así. Ahora, echando la vista atrás, me alegro, aunque en su momento las pasara putas y, a día de hoy, aún haya momentos en que la procesión va por dentro. En fin…

Oye, qué bonito libro el de Lucía Etxebarria, cuánto lo recomiendo.√

Hoy, mientras me aburría con el ordenador, he releído por encima algún que otro post de éste mi dispar blog. Me ha llamado la atención, en concreto, uno que publiqué el 13 de diciembre del año pasado, no hace tanto, y que titulé “Misterios insondables” . Bien, pasado este tiempo, estoy en disposición de ofrecer unas respuestas que su momento jamás sospeché:


Respuesta a los misterios insondables:

* ¿Por qué compramos la película “Rain” y llevamos ocho meses sin querer verla?
Ya da igual si la viste o no, no te ha tocado en el reparto de bienes y dudo mucho que la encuentres otra vez, porque rara es.
* ¿Dónde fueron a parar la guía QDQ, los pendientes de plata y el cd con mis textos?
La guía QDQ estaba en el mueble de madera, junto con mis chorradas, los pendientes aparecieron y los perdí en enero en Barcelona, y el cd con mis textos apareció también durante la mudanza y no hace mucho, al comprar este ordenador, lo revisé y ordené los textos.
* ¿Por qué sigo ojeando la revista de otorrinolaringología que llega por equivocación a mi casa aunque me resulta repulsiva porque contiene imágenes de operaciones?
Nunca más te verás en esa disyuntiva. Solucionado.

Y sobre todo:
• ¿Por qué no solucionamos el problema de la ventana del cuarto de baño (no la podemos cerrar) y nos seguimos duchando muertas de frío?
Pues sí que lo solucionamos, lo solucioné, lo solucionó el novio de mi hermana cuando les dejé la casa y casi mueren pajaritos. Lo que hace la necesidad. En cualquier caso, mi nuevo baño tiene dos ventanas, una enorme y otra pequeñita, de aluminio blanco y doble acristalamiento, que cierran como una seda. YA DA IGUAL.

¿Quién me lo iba a decir?


Mi lista de mínimos

Como decía en el post anterior, a partir de ahora, y para evitar verme arrastrada por la inevitable falta de objetividad que acompaña a todos los principios de relaciones, he elaborado una lista de requisitos mínimos que ha de cumplir la que quiera ser mi pareja estable en el futuro (los rollos es cosa aparte, que si no me tengo que retirar a un convento).

Es increíble cómo me estoy volviendo de exigente (la lista en el fondo no es coña), quién me lo iba a decir, pero esto es lo que hay, que el tiempo pasa y no estamos para perderlo, ni para llevarnos sorpresitas a última hora cuando se podían haber evitado.

Antes de nada:

A TENER EN CUENTA (errores que no volveré a cometer):

  • Si alguna de sus amigas o ex me advierten de algo no pensaré que es por celos y me cercioraré bien sobre lo que dicen
  • Si se pasa el día chateando y quedando con chicas desconocidas desconfiaré.


REQUISITOS: (Parece la carta a los Reyes Magos)

  • Que sea lesbiana asumida y aceptada por su familia desde hace más de tres años
  • No viva de los padres
  • No le mienta a los padres
  • Tenga un trabajo estable
  • No fume tabaco, y porros y alcohol sólo de manera excepcional; otras drogas ni por asomo.
  • Edad mínima 28 años (y que le acompañe la edad mental)
  • No haya tenido ninguna adicción en los últimos tres años (incluidas adicciones consideradas leves como los juegos de ordenador o la coca-cola light)
  • No tenga historial de enfermedad mental
  • Su madre o padre no la tengan muy dominada
  • No sea celosa, es decir, que sea una persona segura, en cuantos más aspectos mejor
  • No tenga un currículum sentimental plagado de infidelidades (abstenerse evasivas infieles -y compromisofóbicas también, ya puestos...- )
  • Se puedan comentar las noticias con ella
  • Tenga las ideas políticas claras y sean medianamente afines a las mías.
  • Sea de signo zodiacal aire o fuego. En caso caso de no serlo consultaría a un astrólogo para ver cómo tiene aspectados los planetas.
  • Que lea.

 

Si alguien cumple con estas características no hace falta decir que se ponga en contacto conmigo de inmediato, que yo soy muy simpática, mona, limpia y apañá.

Y si a alguien se le ocurre algún requisito más que debiera haber incluído, que me lo diga, que la lista está abierta.