Andar descalza
Yo era de esos niños que juegan descalzos en el campo. Mi madre insistía en que me pusiera los zapatos, pero casi siempre lograba escabullirme.
Recuerdo que tenía memorizados los caminos, porque entrando el verano los cardos se ponen resecos y pueden hacer bastante daño al pisarlos. Lo pienso y ahora no podría hacer las mismas cosas, supongo que a todos nos pasa lo mismo con ejercicios de nuestra niñez. Me retaba a mí misma, caminos más difíciles, a toda carrera, una combinación de memoria y agilidad física. El placer de llegar... El placer de pisar una roca tibia al atardecer, y el apretar los dientes al hacerlo sobre una demasiado caliente en verano.
Por agosto o así, yo misma acababa poniéndome zapatos, porque la cosa se ponía imposible con tanto pincho y tanto calor.
Total, que casi siempre andaba descalza por ahí.
Un día, yo tendría unos ocho años, sucedió algo horrible:
Era verano, por la mañana, pero tarde ya. Fui la primera en despertarme y, como otras veces, lo primero que hice fue dirigirme, descalza, a la puerta principal (tiempos estupendos en los que la puerta se tiraba abierta todo el día). Tras abrirla di un paso hacia delante.
Había un sol potente que al principio me deslumbró, por lo que percibí lo anómalo antes por el tacto que por la vista. Sentí humedad bajo mis pies. Miré hacia abajo, extrañada, y lo que descubrí me horrorizó. Estaba de pie sobre un inmenso charco de sangre. Viscosa, tibia y oscura. Miré alrededor y me desconcerté aún más: trozos de carne y pelos dispersos por todo el porche, múltiples salpicaduras en la pared blanca, grandes cantidades de sangre que hacían presagiar que algo fuera de lo normal y terrible había sucedido. Y ese olor penetrante Me quedé petrificada, mirando a todos lados, buscando el origen de semejante desastre. Parecía deliberado, y lo era.
Lo comprendí en pocos segundos, menos mal, porque aquello era fácil que despertara en la imaginación los peores horrores. Me calmé, aunque en seguida supuse que tendríamos que desprendernos de ese perro o tenerlo atado o muy vigilado, porque aquello no podía ser.
Unos días antes habíamos adoptado a un perro que el dueño, un camionero, había abandonado o perdido. Era un doberman marrón, precioso y simpatiquísimo, al que llamamos Rocco. Era muy inteligente y rápidamente asimiló que su nuevo nombre era ése y acudía cuando se lo llamaba. Venía como para complacernos, pero en realidad hacía lo que daba la gana. Tenía dos defectillos de educación el perro: tendía a subirse a todo coche que veía abierto y perseguía a los gatos.
Lo de los gatos ya lo habíamos notado y le habíamos regañado, pero como hacía lo que le daba la gana, se ve que esa noche había querido traernos unos cuantos trofeos. Había matado a todos los gatos de los alrededores que había pillado, los había traído a nuestra puerta y los había descuartizado allí.
No sabíamos bien qué hacer con el perro. A pesar de todo no me caía mal. Lo tuvimos una temporada, al fin y al cabo ya se había cargado a los gatos. Un buen día se subió a un coche y desapareció como había venido.
3 comentarios
Iwi -
a nosotros también nos envenenaron a uno de los pastores alemanes, uno que era albino, más bueno y más chulo...
También hemos tenido muchos disgustos con los perros.
Yo lo pasé mal con dos perras que era mias. Las dos las regaló un tío muy hijo de puta que yo tenía, para quedar bien. Cada vez que me acuerdo... A una la encontré varios años después... ¡voy a escribir un post nuevo! pero es una historia muy triste...
Brixta -
Mas tarde nos regalaron un macho del que se querian deshacer. Era imposible contolarlo y teniamos camadas cada anyo. Nos daba pena darlos porque nos encarinyabamos de ellos. Con lo cual acabamos con un rebanyo de dobermans.
Al macho hubo que sacrificarlo porque nos ataco a mi y a una de mis hermanas. El resto murieron poco a poco envenenados por los del pueblo de al lado. Una pena...
Menudos sofocos nos hemos llevado en mi familia a cuenta de los chuchos.
sonia -
Bonita historia.