La cosa, propiamente dicha
Llegué, a través del país ése, el del miedo, las prohibiciones, el aparente bienestar y el brillo de los felices.
Tras “la línea” me esperaba un hogar, frágil, reconocible, tanto que podría haber sido el mío.
Tardamos tres días en partir, atrapadas por el rojo.
Siguiendo mi costumbre, salimos tarde, dirección San Quintín. Por el nombre pudiera parecer lejos, pero era sólo el principio. Tres horas y motel. Bueno, nos perdíamos, muchas horas y motel. Aquello no está precisamente bien señalizado. Llegamos entrada la noche.
Soy incapaz de describir el viaje fríamente, lo que en términos prácticos significa que no lo describiré bien.
Salimos al día siguiente, en serio ya. El desierto comenzó a hacerse presente. Cactus de esos típicos de las pelis de vaqueros, que se llaman “cardones”. Enormes, bosques de cardones.
"Cirios”, que son como los cardones, pero de un solo palo. Valles de cirios.
Desierto quiere decir muchos kilómetros sin verde (verde tradicional, que sí cactus) ni habitantes.
Muchos kilómetros.
300, o muchos. Más de 700 al final. El doble de vuelta.
Pueblo a mitad de camino llamado Cataviña. Pueblo = ¿diez casas?
Desierto. Desvío. Desierto. Volcanes. “Cuesta del Diablo”. Bajada en picado, aparición del Golfo de California: bahía adornada por multitud de islas vacías. El mar quieto, había que buscar la gasolinera y contactar con “Sergio”, que nos diría dónde estaba “Antonio el de las tortugas”, que nos alquilaría una choza en la playa.
Hecho. Allí nadie cerraba las puertas. Por no cerrar no había ni puertas.
En la choza de al lado estaba Tom, un guiri viejo y feliz que tenía dos pastores alemanes que eran dos soles. Teníamos nevera y todo, conectada a la batería de un camión, éramos la potentadas del lugar.
En dos días pasaron dos o tres viajeros más, y es julio.
El cielo más espectacular que he visto en mi vida. Ella también los ha visto así, pero lo suyo no cuenta. “Qué bonitas las luces del cielo”.
Playa. La verdad es que de noche en el agua me salió un bicho (cosa enorme) y salí escopeteada.
Comimos marisco casi todos los días. Yo, extasiada.
A veces hacía mucho calor.
La carretera transpeninsular hace zigzag por toda la península, centenares de kilómetros de desierto en cada transición.
Por capricho poníamos a Chavela en la radio del coche, o a Silvio, Chico Buarque o Antony, o a muchos, que daba tiempo.
Guerrero Negro, costa Pacífico, marisco, salinas, marismas, continuamos.
Desierto. Cuando digo desierto es desierto, no me repito más.
Oasis. Nunca había visto uno en mi vida. Es como en las películas, un grupito de palmeras sobre una base de agua en mitad de un secarral. Pues oasis. Allí viven algunas personas y da mucha alegría al llegar.
Desierto.
Controles militares. En todo el viaje sufrimos seis o siete. ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? (Ésas preguntas que se hace la humanidad desde el principio de los tiempos, te daban ganas de contestarle una barbaridad, pero te contenías). A veces nos interrogaban, a veces nos registraban más. Se supone que buscan drogas. Sobre todo había cola a vuelta. Nos reíamos. (Recuerdo especialmente un control). Como hace calor ponen maniquíes para dar el alto. Les hubiéramos sacado fotos pero nos conteníamos, no era plan de buscar problemas.
Santa Rosalía, en la costa del Golfo (9000 hab), lo más habitado en 300 kilómetros a la redonda, por lo menos. Antiguo pueblo minero –cobre-, explotado por una compañía francesa, ahora en decadencia. Las casas eran de madera, prefabricadas, cien años de antigüedad, coloristas. Eiffel diseñó la iglesia, de chapa. Cuando llegamos había misa. En la casa de la cultura se daban clases de bailes polinesios.
Mulegé, costa del Golfo, otro oasis, llegamos anocheciendo.
Calor y humedad para reventar. Si hay algún culo del mundo (con todos mis respetos, que para ellos seremos nosotros), es éste.
Playa.
Yo, con todo lo que lo he criticado, pegada a ese aire acondicionado.
Cataviña, de nuevo. Hotel perdido (diez horas rezando para que hubiera habitación, que si no con las cascabel nos tocaba dormir), hotel maravilloso, caro, con piscina, bonito, colores mexicanos, cardones. A vivir me quedaba yo allí.
(En la foto salgo yo, pequeñita, a la derecha, para que veáis las dimensiones de estos "cardones").
Desierto.
San Quintín, de día, tiene interminables playas de arena blanca, y los lugareños parecen no apreciarlas. Dunas y pelícanos, y evangelistas bautizando, vestidos de blanco. Así, como fauna autóctona. El agua está más fría en el Pacífico que en el Golfo, cuestión de gustos.
Y vuelta a Ensenada, que parece el súmmum de la civilización.
Tijuana, San Diego, Philadelphia… Madrid.
Muy mal descrito todo, no puedo hacer simulación de análisis sociológico porque pocas personas había. Es tan diferente que por mucho que diga no refleja la realidad, de tan inhóspito y remoto.
Veinte mil maneras y perspectivas habría de describir este viaje, ésta es sólo una.
8 comentarios
mick -
gurb -
Bienvenida a casa, se te ha echado en falta.
¡¡Iwi is back!! go go go!
Iwi -
Brixta, pues había más modalidades de cactus, algunos rarísimos. Ah, y los militares, en uno de sus puestos del desierto, por aburrimiento absoluto, supongo, (el cabo jardinero) habían hecho un jardín de cactus monísimo, con muchos tipos variados.
Brixta -
Muy chulas las fotos.
Curro -
Salarino -
Iwi -
Muy perfecto todo.
malayerba -